Carol Dunlop y Julio Cortázar a bordo de Fafner.
(imágenes del libro: Los autonautas de la Cosmopista)
De
Travelogues. Viaje literario de Steinbeck y Cortázar.
El ascenso
de Petrarca (1304–1374) al Monte Ventoux en 1336, podría ser uno de
los primeros Travelogues o Viajes literarios, en los cuales se llevan registros
de los viajes. El viajar y el simple acto humano de escribir sobre ese viaje. El
Monte Ventoux, es una de las montañas más elevadas del sureste de Francia (casi
2000mts.), apodada como: La Bestia de Provenza, o La Montaña Calva. Petrarca habría
concretado el viaje, por el solo placer de apreciar la vista desde tamaña
altura. Luego el poeta de Arezzo escribiría sobre su ascenso, haciendo comparaciones alegóricas
entre escalar la montaña y su propio progreso moral en la vida.
Digo: viajar es escribir, y escribir es
viajar. Poder experimentar el afuera, el mundo real, el movimiento de las
calles de los diferentes pueblos, y ciudades. Poder acercarnos con respeto y curiosidad
hacia los variados paisajes de la naturaleza. Sentir la presencia del viento,
el sonido del mar, la sutileza de la nieve, el poderío de una montaña, la rojez
del alba.
Salir
a la ruta, luego apartarnos de ella en busca del paisaje. Salir a la intemperie
sin escribir, también es escribir. Acercarnos y conocer a los seres y criaturas
del camino: trabajadores de la tierra, gente de zonas rurales, mineros,
pescadores, tejedoras, fauna y flora autóctona. Mundos dentro del mundo.
Contemplar la noche y sentirse poseído por la marabunta de estrellas.
Tal
vez, algo al respecto hayan pensado y sentido: John Steinbeck y Julio Cortázar.
Con ellos, además de la cotidiana pasión por las páginas y las palabras, me une
también la lúdica manera de bautizar con un nombre a ese vehículo fiel compañero de nuestras inocentes e imborrables andanzas. Nunca
olvidaré aquellos momentos deslizándome sobre el viento en la ruta hacia el fin
del mundo, Ushuaia, o sobre las alturas, rumbo hacia Machu Picchu, tripulando mi moto: la Golondrina Azul. El desafío en estas aventuras, es despojarse de la
actitud hierática, dejar a un costado la pose de piedra, y simplemente dejar vivir
al niño interior. Disfrutar del instante eterno.
Ahora
hablemos de los creadores de Rocinante y de Fafner.
John
Steinbeck escribió Viajes con Charley en
busca de Estados Unidos en 1960, dos años antes de recibir el premio Nobel,
y ocho años antes de morir en su casa de Nueva York.
Steinbeck
sale a la ruta en busca del paisaje cuando tenía 58 años, después de haberse
reestablecido de un ictus cerebral. Es esa imperiosa necesidad de oler la
hierba, los árboles, escuchar el cauce de un río, o la necesidad de descubrir
nuevas auroras, y ocasos, estremecerse ante legendarios bosques y senderos,
sorprenderse ante cimas y arroyos, o tercas ciudades, lo que lo lleva a viajar
por todo Estados Unidos a través de dieciséis mil kilómetros, atravesando
treinta y cuatro estados. Así parte a cabalgar a bordo de una camioneta de la
General Motors que adaptó para poder dormir en ella y que bautizó como: Rocinante. Steinbeck no va solo, lleva un
perro caniche de color azulado, un perro viejo como él, llamado Charly.
Según el
hijo mayor del escritor, considera que la verdadera razón del viaje es que
su padre estaba enfermo y quería ver por última vez su país. Entonces toma
forma este viaje exterior e interior, Steinbeck redescubre Estados Unidos y a
los seres de carne y hueso que lo habitan. Aprovecha numerosas paradas para dialogar
con personas de todo tipo, cocineros, granjeros, camioneros, campesinos,
cazadores, vagabundos.
Como
consecuencia de este viaje nace el libro: Viajes
con Charly, en busca de Estados Unidos.
Casi veintidós
años después, más exactamente, un día de mayo de 1982 Carol Dunlop (fotógrafa
estadounidense y pareja de J.C) y Julio Cortázar inician un viaje por la
Autopista del Sur, de París a Marsella, a bordo de Fafner, la combi Volkswagen
roja que Julio bautizó con el nombre del mítico dragón de Wagner.
De este
viaje nació el último libro que escribiera Cortázar: Los Autonautas de la Cosmopista, o un viaje atemporal París-Marsella. Inicia
la obra una dedicatoria de Cortázar:
Dedicamos esta expedición y su crónica a todos los piantados del mundo…
Intuyo en
ambos expedicionarios el auténtico afán de niños aventureros, que los lleva a
recorrer, conocer, y vivir en los diferentes paraderos de la autopista. Los
expedicionarios planifican la jornada, organizan las provisiones, alistan sus
sentidos para poder capturar en imágenes la flora y la fauna del lugar. Ellos,
al igual que Steinbeck se consustancian con la naturaleza, regresan en cierta
medida al origen de lo simple y valioso del día a día. Un juego donde la curiosidad
y la alegría se expande por los setenta paraderos visitados y durante treinta y
tres maravillosos días. Cómo dice Cortázar: Comprendimos
que a nuestra manera habíamos hecho un acto Zen, habíamos buscado el Grial,
habíamos divisado las cúpulas de oro de Orplid.
Como la
vida tiene esa fascinación y desconcierto que nos conmueve, seis meses después
de cumplir ese viaje, Carol murió. Cortázar moriría dos años más tarde.
¿Por qué
emprender un viaje terrenal, cuando a veces se vislumbra el avance de un
viaje final hacia lo eterno y desconocido?
Deseo
creer en las palabras de Anatole France: El
deambular restablece la armonía original que alguna vez existió entre el hombre
y el Universo.
El ser
humano en ocasiones nos sorprende cuando tiene el coraje de cumplir sus sueños.
Steinbeck y Charly con su Rocinante, Carol y Cortázar con su Fafner, tuvieron
el coraje de cumplirlos. Sabían que el sueño, el viaje, perdurarían durante el resto de su vidas. Quizás sabían, que como decían los romanos, no se
diría de ellos: han muerto, sino han
vivido.
Carlos Martian
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